sábado, 26 de septiembre de 2009

QUERIDO MANUEL

Querido Manuel,

Quiero aclararte que escribo esta carta para que nadie sienta culpas. Si hay culpables en esta historia somos solamente yo y  mis padres, pero como ellos ya no están en este mundo, la culpable soy yo. Sólo yo y mi cobardía.

Siempre soñé con el amor eterno, con el amor que me hiciera feliz, con el amor de un hombre que satisficiera mis ¿delirios? sexuales. Esos que yo veía en el cine, que escuchaba en la radio y que después pude ver en la televisión. Esos amores, en los que las mujeres tiemblan ante el hombre amado y no por miedo, sino por deseo.

Nunca lo tuve. Nunca lo viví.

Me casé con vos, Manuel, porque mis padres me obligaron. “El amor viene después, me dijeron”. Nunca llegó. Yo siempre estuve enamorada de Blas, y Blas no sé si estaba enamorado pero yo le gustaba. De eso tengo certeza.

Pero vos eras el candidato porque de casualidad y por mis ansias de independencia, me dejaste embarazada. Nos casamos y  no te hice feliz. Arruinamos dos vidas, la tuya y la mía. ¡Qué tontos que fuimos!

Los oropeles de la fiesta nos engañaron y seguimos adelante. Yo creo que vos me querías. Yo no te amaba. Y por lógica consecuencia vos dejaste de amarme. Simple y llanamente soportaste lo que la vida te había impuesto. 

Sé que tuviste otras y no me importó porque tenías razón en buscarlas.

Tuvimos cuatro hijos maravillosos que amenguaron nuestra porquería de vida. Porque era una porquería. Y vos no eras el culpable, era yo que no te amaba y seguía soñando con el amor idílico, soñando con Blas.

Hoy me encontré de casualidad con Blas. En el Shopping. Ironías del destino. Había ido a comprar tu regalo de cumpleaños.

La sorpresa fue inmensa de ambas partes. Blas me presentó a su esposa -Maia- y yo le conté lo de tu cumpleaños, de nuestra felicidad después de 30 años de casados y de nuestros cuatro hijos. Ellos hablaron de sus dos hijos y de no sé qué más porque mi cabeza giraba y giraba mientras hablaban.

Me fui del Shopping angustiada preguntándome porqué la gente es feliz.

Fue en medio de esos razonamientos que tomé consciencia de mi cobardía.

Volví a casa, me senté frente a la computadora y te escribo esta carta. Última, definitiva. Vos no sos culpable de nada. Vos fuiste un caballero con todas las de la ley. Yo fui la mierda en nuestra vida.

Por eso, por haber reconocido tanta porquería, tanta mentira es que prefiero decir ¡basta!

Por favor que nuestros hijos entiendan que la enferma siempre fui yo y que quiero que sepan que por fin encontraron a una mujer valiente, no la pusilánime que los educó.

Soy tan cobarde, por otro lado, que dejo en tus manos esta responsabilidad. Siempre la dualidad. Estoy enferma. Eternamente enferma.

¿Sabés? No te quiero, pero sí te respeto y te respeté siempre. Y el respeto no se impone, se gana. Vos lo lograste. Gracias Manuel.

Te voy dejando porque las pastillas están haciendo efecto. Voy a dormir en paz para siempre. No tenés idea cómo lo necesitaba.

Ileana

 

martes, 22 de septiembre de 2009

SABER ESPERAR

No sé si te diste cuenta. Creo que nunca lo voy a saber, porque estoy segura que vos no tomaste consciencia de lo que hiciste, pero lo que pasó marcará para Lorena y para mi un antes y un después.

La fiesta era maravillosa. La música acompañaba cada momento de nuestra diversión. Hay que reconocer que Pedro cuando organiza una fiesta lo hace como un profesional: contrata el mejor DJ, consigue el mejor servicio de comidas, compra la última moda en decoración de acuerdo al tema elegido y un capítulo aparte son las bebidas y el barman. Es siempre el mismo personaje, sacado de vaya a saber uno de que tugurio de taxi-boys, que además de tener un cuerpo espectacular, no se mete con nadie y sabe de tragos como ninguno.

“Radio Head” sonaba a todo volumen. No había quién estuviese quieto en lugar alguno. El piso de la sala temblaba como si en ese momento estuviese ocurriendo un terremoto. Y ahí estabas vos, Javier, con la copa en una mano y con Lorena saltando al lado tuyo. Y ahí estaba yo. Sola, en medio de la multitud, cantando a viva voz.

Y nos cruzamos las miradas y brindamos con los brazos en alto por la alegría que teníamos.

La música de golpe cambió y un soul lento, suave, romántico nos serenó.

Fui a la barra y le pedí algo fresco al taxi boy musculoso y bronceado. Lorena y vos hicieron lo mismo. Sugeriste no sé qué cóctel sin alcohol y yo dije está bien. Lorena también. El barman pregunto con o sin ….

No entendí que era el con o sin y tampoco me diste tiempo a preguntar qué nos había querido decir, porque respondiste con.

Eso es lo último que recuerdo de esa fiesta.

Después los recuerdos se vuelven confusos. Sólo reminiscencias mías y de Lorena haciendo el amor y a vos mirándonos. Eso es todo lo que viene a mi mente. O casi todo. El resto son sensaciones.

Te aseguro que ni Lore ni yo nunca habíamos conocido el sexo con otra mujer. Fue nuestra primera vez. Y como toda primera vez, queda marcado para la eternidad.

Ambas habíamos experimentados lo mismo. Nos sentimos protegidas de vos. Nos sentimos apoyadas una en otra, nos sentimos amándonos como nunca nos habíamos sentido amadas. Esto lo sé, porque lo hablé con Lorena, tiempo después.

Ella es tu mujer todavía. Yo sigo sola, pera esa noche marcó un antes y un después en nuestras vidas.

Ninguna de las dos volvió a ser la misma. Pero ninguna de las dos nos atrevemos a cruzar el charco. Ella te sigue soportando y se pregunta porqué y yo te doy las gracias porque ese día me hiciste conocer mi mundo nuevo y el verdadero amor. 

Es sólo saber esperar.

 

 

viernes, 18 de septiembre de 2009

ESTOCADA FINAL

Beatriz y Guillermo se conocieron de casualidad en un bar.

Guillermo parecía un pobre hombre solitario y tímido, que despertaba en los demás un sentimiento de protección.

Sin embargo, ésta era su fortaleza y sabía como usarla: parecer siempre una víctima de las circunstancias y  de esa manera poder manejar a todos. Especialmente a las mujeres, a las que torturaba y acosaba sin dar tregua.

Con ella actuó igual. La agredía sin parecer que lo hacía; la manipulaba quedando en aparente desventaja y cuando Beatriz bajaba la guardia, él daba su estocada final, haciéndola sentir una porquería.

Fueron diez meses de desvalorizarla, de culparla de todo y de ser ella la responsable de su angustia y de su depresión.

Dos días atrás, en medio de otra dramatización, a las que Guillermo la tenía acostumbrada,  Beatriz le dijo “basta, hasta aquí llegaste, conmigo no”. Nunca levantó la voz. Todo fue con serenidad, igualito a lo que hacía él, el pobrecito.

Desesperado, apeló a su recurso favorito. Se puso un revólver en la boca y amenazó con matarse. Beatriz que ya había protagonizado otras escenas calcadas a la que estaba viviendo, le dijo, “matate, no me importa”, y él, con la seguridad de haberlo hecho antes y de tener un cargador vacío apretó el gatillo. Ella no dijo "no lo hagas".

Pummmm.

Con una irónica sonrisa pensó que todo se paga en la tierra y ella supo cómo hacerlo.

Calmamente llamó al 911 y contó los hechos.

Los esperaría en la puerta con lágrimas en los ojos, como correspondía a la ocasión. 

jueves, 10 de septiembre de 2009

¿POR QUÉ?

¿POR QUÉ?

Llegaron juntos, felices, al pequeño puerto de Bel.

La luna de miel tan soñada estaba comenzando.

Todo era asombro.

Las aguas cristalinas, los cardúmenes haciéndoles cosquillas en sus tobillos, los besos bajo el agua…

Durante la noche, la luna gigante y extrañamente amarilla reflejaba sus luces en la bahía e iluminaban sus rostros plenos de felicidad.     

Caminaron a orillas del mar prometiéndose una y mil veces amor eterno. 

Eran lindos como todo aquel que se siente dichoso ante tanto amor y tanta maravilla. Bel fue testigo de la pasión que los envolvía.

Ellos eran toda luz. Brillaban.

No pasó mucho tiempo y ella tuvo que viajar a otro puerto. Esta vez por trabajo. Esta vez sin su amor.

El calor tropical de Puerto Barrios, el ron, la cerveza, y vaya a saber qué más, la hicieron caer en los brazos de otro. Nadie.

Dejó repentinamente de brillar. Todo fue oscuridad.

No pudo soportar su flaqueza. La aventura absurda la agobiaba.

Se fue quedando sin palabras, sin miradas.

Un día, ante los cuestionamientos de él, simplemente dijo -me voy.

Fue al puerto de Buenos Aires y lloró hasta inundar el Río de la Plata.

Él se pregunta por qué. Ella también.

 

 


 

jueves, 27 de agosto de 2009

LEYENDA PUEBLERINA

Cuentan que la mansión de los hermanos Gomes de Avelar estaba dividida en dos partes exactamente iguales, unidas por un  hall que daba a la piscina de venecitas, fundiéndose en el azul profundo del mar que baña Cascais.

A mediados del siglo pasado, esta extraña casona era la comidilla de los habitantes de esta hermosa villa portuguesa. 

La intriga y el misterio surgieron porque sólo una vez habían visto a los hermanos de Avelar. El día de la gran pelea. Después, el abandono y la leyenda pueblerina.

 

Venciendo mis miedos, me acerqué por primera vez a la gran puerta de hierro forjado enmohecida por el tiempo. Un tibio toque con mi mano permitió que se abriera apenas de soslayo, dejando a la vista una majestuosa escalera de mármol.

Un insólito escalofrío recorrió mi cuerpo al mismo tiempo que el sonido de pasos a mis espaldas alertaron mis sentidos. Giré temeroso. Dos muchachos extrañamente familiares, pero que en realidad no conocía, me hablaron pausadamente.

-¿Será verdad lo que cuentan?- dijo uno de ellos.

-No sé- le contesté asustado.

-¿Tú crees en fantasmas?- me preguntó el otro.

-Yo no- le respondí trémulo.

-Nosotros sí– me contestaron muy seguros. Y desaparecieron.


 

 

EXTRAÑOS EN LA NOCHE

EXTRAÑOS EN LA NOCHE

La sandalia se balanceba en la punta de mi pie. El techo del dormitorio me daba vueltas. La ropa estaba desparramada por todos lados. No podía ni recostarme  porque el mareo se acentuaba cada vez que lo intentaba. Y tus gritos… ¡Por Dios! Tus gritos sonaban dentro de mis oídos como ecos de una batalla final.

“-El Sr. Iturralde es mi mejor cliente. Cenaremos esta noche con él y de esta comida depende nuestro futuro. Nos ha invitado a Tomo I, imaginate qué clase de persona es y el nivel que tiene. Andá a la peluquería, buscate un vestido distinguido, planchame la camisa azul a rayas con el cuello blanco. A las 9 tenemos que estar listos. No te mandes ninguna de las tuyas y te atrases. La puntualidad es fundamental.”

Me lo dijiste de corrido, por teléfono y con ese tonito de voz que tanto me molesta.

A las 9 en punto entramos en Tomo I. Vos, con tu traje azul noche, la camisa a rayas de cuello blanco y yo, con un vestido negro de crepe de seda, el viejo collar de perlas y los aros haciendo juego. Sencilla, sin contraindicaciones.

Iturralde no había llegado aún, nos llevaron a la mesa reservada y nos sentamos a esperar.

El maitre trajo champagne y unos crudités. Pasados unos quince minutos llegó el supuesto dueño de nuestro futuro. Buen mozo y más joven de lo que yo había imaginado.

El personal del restaurante lo saludó como si fuera un viejo amigo de la casa. Al mismo tiempo que le servían el champagne, Iturralde me dijo que estaba encantado de conocerme y me pidió que lo llamara Edú, porque así lo llamaban sus amigos. Le agradecí la deferencia y propuse un brindis por el encuentro. Tu sonrisa fue amplia y rotunda, como mostrando qué buena mercadería tenías.

Nos volvieron a llenar las copas. El maitre nos aconsejó comenzar con una degustación de entradas frías y calientes como primer plato, luego cordero patagónico acompañado con endibias y membrillos glaseados y de postre un maravilloso plato de frutas rojas con coulís de maracuyá. Edú nos miró para saber nuestra opinión y vos por debajo de la mesa me diste un suave golpecito en el tobillo para que respondiese. Con una sonrisa encantadora, dije que me parecía una excelente idea. Edú nos propuso continuar con el Chandon y vos dijiste que te parecía genial.

Mientras ustedes hablaban de inversiones y pavadas por el estilo, me entretuve mirando las otras mesas. Gente fina por todos lados. Tuve cierta envidia de una rubia elegantísima que comía con un cincuentón muy bien puesto. La “fulana” tenía unas sandalias altísimas de charol negro, haciendo juego con un cinto ancho que ceñía una camisa blanca de organza. En otra mesa, otra rubia, ya con unos cuantos años encima, bien disimulados eso sí, que evidenciaba –por la cirugías- no querer bajar la guardia, lucía una solera verde que dejaba asomar unas “lolas” duritas, turgentes. Hija de puta, pensé, cuánta guita que gastaste en plásticas. Salí de mis pensamientos porque Edú me preguntó qué opinaba de la política económica del gobierno. Otro puntapié de tu parte me alertó que debía contestar con propiedad. Pero…¿qué? No tenía ni idea de la opinión del Sr. Iturralde con respecto al gobierno ni tampoco de la política económica. Me sonreí y dije que tenía por costumbre no hablar de economía ni de política ni de religión cuando comía y que esperaba que ellos hicieran lo mismo, porque esos temas siempre traen discusiones. Otro puntapié y mi tobillo comenzaba a dar señales de no querer aguantar  muchos más golpes.

Ya íbamos por la quinta copa de champagne y la degustación de platos fríos y calientes había resultado tan escasa, que las vieiras y los langostinos a la jalea de no sé qué, flotaban en mi estómago repleto de líquido.

Me atreví a preguntarle al Sr. Iturralde si era casado, viudo, soltero o separado, como para cambiar de tema. Otro golpe en mi pantorrilla me produjo tal mueca de dolor que obligó a Edú a preguntarme si me sentía bien. Le dije que más o menos, porque estaba menstruando y los cólicos me mataban. Vi la expresión de espanto en tu cara al mismo tiempo que otro puntapié, mucho más fuerte esta vez, me hizo llevar la mano hacia el tobillo.

Opté por callarme, seguir bebiendo y tratar de sacar algo de carne de las costillitas de cordero con el tenedor y el cuchillo. Era una lucha. Con las manos hubiese sido una pavada. Un mareo tonto hacía dar vueltas mi cabeza a tal punto que el cuadro de naturaleza muerta que tenía en mi frente me daba naúseas. Fue en ese preciso momento cuando le dije a Edú, que me extrañaba que siendo tan buen mozo estuviera solo. ¿No me vas a decir que sos “homo”?, le espeté de golpe. Vos te ahogaste con las endibias y Edú me preguntó si tenía algo contra los “homos”. Ni llegué a decir que para nada, que por el contrario me parecían macanudos, cuando otro puntapié solo rozó mi silla: no llegó a destino porque había aprendido la lección y las piernas estaban bien recogidas. Me eché a reir y creo que te dije que te había cagado, que ya sabía que me ibas a dar un nuevo puntapié y te había hecho ¡olééé! Después no recuerdo muy bien qué hablaron los dos en voz baja. Sólo sé que nos fuimos sin comer el postre, y que me costó mucho levantarme de la silla. Ni siquiera recuerdo haberme despedido del señor Iturralde.

“La sandalia se balanceaba en mi pié . El techo del dormitorio me daba vueltas. Te escuché decir en medio de los gritos -¡Esta noche me perdiste para siempre! Me reí como una loca, luego comencé a llorar con un rictus extraño, entre risa-llanto, difícil de describir.

-¿Qué te perdí? ¿A vos? ¡Perder! ¡Ja! Gané flaco, o no te diste cuenta todavía que estoy llorando de risa. La culpa la tiene el champagne. ¿No estarás pensando que estoy llorando por que me dejás?... ¡Ya estaba harta de vos, flaquito y Edú fue un genio. ¡Me ayudó! ¡No tenés ni idea de cuánto me ayudó! ¡Tenías razón! Era el dueño de nuestro futuro! Por lo menos del mío, sí.”

           

 

 

 

martes, 25 de agosto de 2009

LA MANO

LA MANO

Corría octubre de 1939, el frío en Polonia se acentuaba aún más por la presencia de las hordas alemanas que habían invadido la ciudad.

Los padres de Ana, habían tomado una decisión: salvar a su única  hija. El dolor de estar separados era preferible a pensar que los nazis la violaran o la mataran. Gastaron sus únicos ahorros en conseguir la falsificación del documento, en el pase para el viaje en tren a Italia y en el pasaje del barco que la llevaría sana y salva a Argentina.

Una mañana, la nieve cubrió toda la ciudad, dejándola tristemente blanca. Los disparos alemanes eran el sonido aterrador y rítmico de Poznan.

Ana llegó a la estación de tren y sus padres sin derramar una sola lágrima, le prometieron alcanzarla.

El tren arrancó. Con deseperación quiso mirar una vez más a sus padres, pero la nieve se lo impidió. Sólo la mano de su madre, limpiando angustiosamente la ventanilla, le quedó como recuerdo.

Nunca más los volvió a ver.

Ana siempre hablaba de la mano de su madre, de la nieve y de la guerra. Indefectiblemente se tocaba su mano y lloraba.


(Consigna un relato de Guerra en un máximo de 180 palabras)

En recuerdo de la mamá de Renata

(Este cuento fue premiado en La Nación en el año 2005)

miércoles, 19 de agosto de 2009

MILAGRO DE NAVIDAD

MILAGRO DE NAVIDAD

Las luces intermitentes centellaban iluminando la noche cerrada, oscura.

El calor agobiante, típico del trópico, abrasaba sin descanso los cuerpos fatigados por el sol del día y la quietud de la noche.

El viento se había tomado una siesta y no se movía ni una hoja de los árboles. Los quiméricos copos de nieve no se inmutaban ni se derretían en los árboles tan falaces como la nieve.

Diciembre era así. Novelesco, mentiroso.

El modesto barrio de las afueras de la ciudad, soñaba con la Nochebuena. Con mucha creatividad y pocos recursos, todo estaba preparado para recibir al Niño Jesús. Las rúas lucían festivas. Los vecinos de la calle Catamayo, festejaban juntos la Nochebuena. Lo hacían todos los años. Formaba parte de sus costumbres.  El pesebre esperaba por el Niñito Jesús. Las mesas puestas en fila, se fueron vistiendo con los pollos que simulaban ser pavos, las ensaladas de papas y el arroz con choclo. Cervecitas heladas para los adultos y gaseosas para los niños. Chocolate caliente para todos. Los manteles, platos y vasos eran todos distintos. Cada familia aportaba los suyos.

Juan, el guardia nocturno de la fábrica de ollas de aluminio de la otra cuadra, aguardaba nada, sentado en un desvencijado banco de madera y miraba sin ver, con sus ojos redondos como luna llena. Su boca, cerrada en un rictus tormentoso, amargo, ahogaba un grito desesperado. Él era así siempre. Triste, taciturno, gruñón. Nunca nadie había escuchado de su boca, palabras que no fueran acres, ásperas, de disgusto.

Una vecina apiadándose de su soledad, le sirvió un plato con comida, una taza de chocolate y se lo llevó. Juan no dio ni las gracias. Siguió rumiando su odio, su bronca, dejando los manjares a un costado de su banqueta. La mujer se alejó pensando lo mismo que todos pensaban: pobre Juan, qué vida de porquería debe haber tenido para ser tan oscuro, tan apagado…

Todo a su alrededor fulguraba. Y él, Juan, era el único opaco, sombrío. Negra era su alma como su uniforme velado por el descuido. Nunca supo ni intentó ser feliz. Ni la emoción de los niños del barrio reflejada en sus estrellitas irisadas, lo despertaban de su sinsabor.

Un odio arcano, sibilino, lo dominaba desde siempre.

Esa inquina lo había llevado a aborrecer a todos y a todo. Nadie sabía el porqué del sinsabor de Juan. Y él se preguntaba ¿a quién le importaría una mierda su vida de mierda?

La noche navideña se había presentado sin variantes. Los festejos de siempre. La algarabía molesta del vecindario, los cohetes y petardos resonaban en sus oídos como un obstinado taladro.

Casi dormido, despreciando la alegría de los fuegos de artificio, no tuvo posibilidad de reaccionar. Un disparo artero le perforó el corazón. Nadie escuchó el tiro, entremezclado con el bullicio de los buscapiés, de los petardos y la música de los villancicos. 

Juan quedó tirado al lado de su banqueta, con los ojos y la boca abiertos en una mueca de espanto.

La sangre se derrochó por los adoquines formando charcos multicolores. Las luces que encendían el cielo de verdes, rojos y amarillos alumbraron su cadáver.

Un niño, asombrado por la extraña fosforescencia que venía de la fábrica, descubrió el cuerpo sin vida del guardia.

Fue la única vez que Juan brilló.

Los vecinos dijeron que fue un milagro de Navidad.

 

 

martes, 18 de agosto de 2009

APAGÓN

APAGÓN

Se cortó la luz y un extraño escalofrío recorrió todo mi cuerpo. El aire de diciembre en Buenos Aires, como siempre, era tórrido y pesado. Decidí que tenía que prender unas velas. Por más que me fuera acostumbrando a la oscuridad, me incomodaba estar en penumbras.

Recordé que siempre guardaba mis velas en el último cajón del mueble de la cocina. Obvio que tenía las otras, las que usaba cuando venían invitados, pero… ¿para qué gastarlas si estaba sola?

Al tanteo las encontré, busqué los platitos de las tazas de café y una a una las fui prendiendo. Cocina, baño, dormitorio, y sala. Este era todo mi departamento.

Un nuevo escalofrío me recorrió al unísono que todas las velas se apagaban. Es como que una leve brisa las hubiese soplado y ahogado como en las tortas de cumpleaños. Pero Buenos Aires estaba ciertamente abrasadora y húmeda. No se movía una hoja de los árboles. Tuve miedo. Un escalofrío volvió nuevamente a recorrer mi espalda y mi cuello. El corazón se me disparó. A viva voz pregunté quién estaba conmigo. Un soplido en mi oreja izquierda fue la respuesta. Contrario a las primeras sensaciones, me sentí en calma. Mi corazón se normalizó, mi respiración se serenó. Prendí un cigarrillo, fui a la cocina, busqué el vino y con tranquilidad serví dos copas.

Las llevé a la sala e invité en susurros a brindar por el corte de luz. Sentí un fresco aire recorriendo todo mi cuerpo nuevamente y agradecí – seas quien seas, gracias, por tu brisa- dije. Sin aire acondicionado, sin ventilador, sin energía eléctrica sos lo mejor que me podía pasar.

 

-¿Sos un fantasma?- pregunté tímidamente.

-Sí- me respondió una hermosa voz de tenor.

-Hola, Josefina Restrepo, encantada ¿Y vos quién sos?

-Santiago Hernández Sotomayor. Soy español.

-¡Bienvenido a América!- dije, por decir algo…

-Gracias por el recibimiento, pero hace ya muchos años que emigré a Buenos Aires.

-Mirá vos, debe ser por eso que me das tanta tranquilidad, porque un fantasma, en realidad daría miedo a cualquiera. Pero a vos, es como si te conociera de toda la vida.

-Fíjate que no. Es la primera vez que te encuentro. Nunca estuve antes contigo.

-¿Y por qué me elegiste?

-Me agarró el apagón igual que a ti, cuando entraba en tu casa y tuve miedo de estar solo.

-¿Miedo? ¿vos? No me digas que los fantasmas tienen miedo…

-¿Y por qué no? Soy como un sueño: desaparezco cuando la gente se despierta. Esos cambios me asustan. Hoy es diferente. No estás soñando, ni formo parte de ningún sueño y esto es maravilloso. Es como estar vivo. ¿Me entiendes?

-Hummm, en parte…

-Es simple. Imagínate que estás soñando despierta mientras vas en el subte y alguien te sacude para poder pasar, ¿tú no te sobresaltas y sientes como miedo a que te hayan robado algo del bolso o algo así?

-Sí. Es cierto.

-Bueno. Es lo mismo. Yo me sobresalto desde hace muchos años. Hubo muchos apagones, pero nunca tuve la suerte de estar dentro de una casa, con alguien despierto. Sí es verdad que muchos soñaron conmigo, pero esto, lo de ahora,  nunca antes me pasó. Hoy tuve esa suerte. Quiero disfrutarlo al máximo, porque sé que cuando regrese la luz, desapareceré y no vas a creer lo que te pasó.

-¡No! Estoy consciente y bien despierta. Sé que estás ahí, que te llamás Santiago Hernández Sotomayor, que sos español y que estás charlando conmigo mientras me refrescás el cuello y la espalda.

- Eso es lo que crees Josefina, pero sucederá lo que yo te cuento, como en “A través del Espejo”, de Lewis Carroll, cuando alguien le dice al sueño -si el rey se despierta tú desaparecerás, porque eres la figura de lo que el rey está soñando-. Y eso soy yo, la figura de un fantasma que no puede ser visible con la luz.

 

En ese preciso instante volvió la luz en el departamento, en el edificio, en la cuadra, en el barrio, en la ciudad.  Se prendieron nuevamente las velas y yo me quedé sola.

Busqué a Santiago, susurrando su nombre, pero ninguna brisa fresca reconfortó mi espalda ni mi cuello. Me sentí muy triste y despiadadamente sola.

Apagué las velas.  Vi las dos copas de vino vacías. Las llevé a la cocina y las puse en la pileta. Me fui nuevamente a la sala, encendí un cigarrillo, inicié la computadora, entré en el Google y busqué Santiago Hernández Sotomayor.

“Romántico y narrador español nacido a fines del siglo XIX en Andalucía, muerto en Buenos Aires en 1947. Había ido a Argentina con una compañía de comedias donde representaban “Alicia en el País de las maravillas”. Él era el relator, mientras los actores desarrollaban la escena.  Murió en circunstancias extrañas durante un apagón en la ciudad donde había fijado su residencia, sin dejar descendencia. Sus restos descansan en el cementerio de La Recoleta”.

Apagué la computadora. Y me fui a dormir. Esperaba soñar con mi fantasma. Quizás le pudiera dar vida por un rato más. Quizás soñara todas las noches, quizás hubiera otro apagón. Quizás…

jueves, 13 de agosto de 2009

PEQUEÑO PROBLEMA FAMILIAR

Leonardo no era un hombre que dejara las cosas al azar. Todo estaba ordenado y prolijo en su vida como lo estaban los muebles en su loft de Palermo. Vivía solo, sin nadie que perturbara su orden y su progreso. Estos eran sus objetivos excluyentes.

A las 8 de la mañana, como siempre, desayunaba un café con un chorrito de leche deslactosada, dos claras revueltas sofritas en aerosol vegetal, y una tostada untada con queso liviano.

A las 8.30 ya estaba duchado y vestido.

Ese día, como era su costumbre, con las llaves del auto en la mano derecha y el maletín en la izquierda, dejó su departamento.

A las 9 ya estaba en su escritorio. Era un día más, aunque tuviera que despedir a quince empleados. No le iba a temblar el pulso. Primero era él y su empresa y luego era él… y su empresa.

9.15. Sonó su celular personal. No esperaba ninguna llamada en particular. Raro. Era Bea, su hermana... No lo llamaba nunca. Atendió.

-Acaba de morirse el viejo. Un infarto. Tenés que venir urgente- le dijo entre sollozos.

-¿Me estás jodiendo?

-Leo, ¡Por favor, el viejo, se nos fue! ¿No lo entendés? Por favor, reaccioná y vení. Mamá está desesperada. Vos sos el único que podés ayudar en esta situación. ¡Leo!

9.30. Le dijo a su secretaria que volvía enseguida y partió para la casa paterna. Sería rápido. Sólo dejar la plata para el velorio y demás cosas. Lo importante era su empresa. Debía ser frío. No se podía dar el lujo de involucrarse demasiado. Sus objetivos era otros. Y él no tenía la culpa que una vez más su padre  tratara de interrumpir sus planes. No era justo. Pero ya estaba acostumbrado.

Cuando llegó a la vieja casa de su infancia, los vecinos estaban en la puerta y la ambulancia esperaba con el chofer bostezando. Entre pésames y besuqueos de las chusmas de siempre que a él le repugnaban pero que le era imposible evitar, entró a la que alguna vez fue su casa. El llanto de su madre interrumpió sus cavilaciones.

-Vieja, calmate. Ya sabías que esto podía pasar. El viejo no se cuidaba. Tanto monóxido de carbono que aspiraba en el taller mecánico, lo que fumaba y nunca un ejercicio, una caminata para cuidar su cuore. Era de esperar.

-Leonardito ¿Cómo podés hablar así de tu padre?- dijo su madre sollozando. Trabajó toda su vida como un esclavo para darle a vos y a tu hermana todo lo que podíamos, ¡…ejercicios… ejercicios…! ¿Más ejercicios que laburar como laburó?¡Por favor! Nunca tuvo tiempo para eso. Lo único que quiso es que ustedes no tuvieran su misma vida. Pero te entiendo, todavía no caíste... pobrecito mi bebé.

-Vieja, mejor dejemos de hablar y decime qué querés hacer, porque tengo que volver a la oficina.

-¿No lo vas a ir a ver? Está en la cama, como dormidito. Vení -dijo la madre llorando y enjugándose los ojos y la nariz.

Leonardo miró su reloj, mientras el celular sonaba en vibrador. Ya eran las 10.30 y todavía lo estaba esperando la junta de directorio. Atendió. Le dijo a su secretaria que avisara a la junta que le tuvieran paciencia, que un pequeño problema familiar lo tenía retenido. Que en una hora, a más tardar, estaría por ahí.

-Mirá mamá, estoy apurado. Tengo una junta laboral y no puedo perder tiempo. Te dejo un cheque en blanco, que Bea lo llene por el valor que sea necesario. Elijan ustedes todo. El dinero no es problema. Me tengo que ir.

 -¿Qué estás diciendo, Leonardo? ¡Basta!¡Estoy harta!  Ya es hora que me escuches y que yo te diga todo lo que tengo atragantado desde hace años...

 -Mamá estoy apurado, por favor sin dramas… te dejo el dinero, ¿no te alcanza con un cheque en blanco?, llénenlo con la suma que quieran, no hay problemas, yo banco todo...

Una sonora bofetada estalló a las 10.35 en la cara de Leonardo. La mano de su madre como todo su cuerpo, temblaba. Pero no le tembló el pulso para llevarlo arrastrado hasta el cuarto donde yacía inerte su padre.

-Leonardo, mirá a tu padre y escuchame. Siempre te perdonamos todo porque siempre supimos que fue culpa nuestra. Por mimarte demasiado, por ser el varón de la familia, por todas las tonteras que se te puedan ocurrir que se nos ocurrieran a nosotros, a tu padre y a mi. Pero ya es hora de acabar con tu soberbia de malcriado. Por si nunca te diste cuenta, tu padre se rompió el alma por vos, te dio todo, te permitió crecer en tu trabajo sin nunca pedirte nada, aunque más de una vez nos faltara para comer. Pero el nene era el nene. El nene no sería mecánico, el nene sería un profesional. ¡Y te graduaste! Y cuando ya fuiste doctor, fue tu padre el que te dio el dinero para comenzar con tu pequeña oficina. Fue tu padre el que nunca escuchó un gracias. Para vos, era simplemente su deber. ¿Agradecer? ¡Ridículo para tu cabeza!… Es verdad que después  hiciste crecer la empresa, pero mientras más crecías, más te avergonzabas de nosotros y de nuestro mundito pobre. Nos hiciste a un lado. Nos separaste de tu vida.

-Mamá, no es el momento, por favor, por favor, no grites ni llores más. ¡Por favor!

-¡Por favor digo yo! ¿Qué no grite ni llore más? Me vas a escuchar aunque grite y llore. Hoy tiene que nacer un nuevo Leonardo o nacer una nueva Teresa.

-Vieja, ¿Qué boludeces está diciendo? Estás mal y te las estás agarrando conmigo… Te entiendo, lo del viejo debe ser jodido, pero yo no tengo nada que ver… Decís pavadas…

-Ninguna pavada y oíme. ¡Estás loco!: es más importante atender el celular y poder decir y ... ¡sin ponerte colorado!... “que tenés un pequeño problema familiar”… ¡cuando es tu padre el que se ha muerto! ¿Pequeño problema familiar? ¡No tenés vergüenza! Claro, vos solucionás todo dejando un cheque, pero quiero aclararte, que ese padre que ni siquiera querés mirar, ya había dejado todo pago, para no ser una carga para sus hijos. O sea, que el cheque te lo podés meter… ya sabés dónde. Yo te necesito acá. Tu padre, precisa un último homenaje. Elegí. O te quedás con nosotros y hago de cuenta que naciste hoy, o te moriste el mismo día que tu padre. ¡Elegí!

-Vieja… vieja… estás sensible por la muerte del viejo. Yo me tengo que ir. Avísenme los detalles. Dame un beso y chau. No dramatices más.

A las 10.45, un cachetazo crispado, loco, desesperado, volvió a estrellarse en la cara de Leonardo y un grito agónico, salido de las entrañas, perforó sus oídos.

-¡No te quiero ver nunca más! Hoy murió una persona de mi familia y hoy nació una persona nueva, sin marido y con una sola hija. Vos ya no estás más en mi vida. Tu padre, pobrecito, murió de dolor. ¡Sí! Murió de pena preguntándose en qué nos habíamos equivocado y vos...,vos... ¡ya desapareciste! Yo, Teresa López viuda de Torres, soy madre de una sola hija, Bea. Ni se te ocurra aparecer nunca más. Seré una loca hija de puta para vos, pero no me importa. Chau Leonardo. Chau.