miércoles, 19 de agosto de 2009

MILAGRO DE NAVIDAD

MILAGRO DE NAVIDAD

Las luces intermitentes centellaban iluminando la noche cerrada, oscura.

El calor agobiante, típico del trópico, abrasaba sin descanso los cuerpos fatigados por el sol del día y la quietud de la noche.

El viento se había tomado una siesta y no se movía ni una hoja de los árboles. Los quiméricos copos de nieve no se inmutaban ni se derretían en los árboles tan falaces como la nieve.

Diciembre era así. Novelesco, mentiroso.

El modesto barrio de las afueras de la ciudad, soñaba con la Nochebuena. Con mucha creatividad y pocos recursos, todo estaba preparado para recibir al Niño Jesús. Las rúas lucían festivas. Los vecinos de la calle Catamayo, festejaban juntos la Nochebuena. Lo hacían todos los años. Formaba parte de sus costumbres.  El pesebre esperaba por el Niñito Jesús. Las mesas puestas en fila, se fueron vistiendo con los pollos que simulaban ser pavos, las ensaladas de papas y el arroz con choclo. Cervecitas heladas para los adultos y gaseosas para los niños. Chocolate caliente para todos. Los manteles, platos y vasos eran todos distintos. Cada familia aportaba los suyos.

Juan, el guardia nocturno de la fábrica de ollas de aluminio de la otra cuadra, aguardaba nada, sentado en un desvencijado banco de madera y miraba sin ver, con sus ojos redondos como luna llena. Su boca, cerrada en un rictus tormentoso, amargo, ahogaba un grito desesperado. Él era así siempre. Triste, taciturno, gruñón. Nunca nadie había escuchado de su boca, palabras que no fueran acres, ásperas, de disgusto.

Una vecina apiadándose de su soledad, le sirvió un plato con comida, una taza de chocolate y se lo llevó. Juan no dio ni las gracias. Siguió rumiando su odio, su bronca, dejando los manjares a un costado de su banqueta. La mujer se alejó pensando lo mismo que todos pensaban: pobre Juan, qué vida de porquería debe haber tenido para ser tan oscuro, tan apagado…

Todo a su alrededor fulguraba. Y él, Juan, era el único opaco, sombrío. Negra era su alma como su uniforme velado por el descuido. Nunca supo ni intentó ser feliz. Ni la emoción de los niños del barrio reflejada en sus estrellitas irisadas, lo despertaban de su sinsabor.

Un odio arcano, sibilino, lo dominaba desde siempre.

Esa inquina lo había llevado a aborrecer a todos y a todo. Nadie sabía el porqué del sinsabor de Juan. Y él se preguntaba ¿a quién le importaría una mierda su vida de mierda?

La noche navideña se había presentado sin variantes. Los festejos de siempre. La algarabía molesta del vecindario, los cohetes y petardos resonaban en sus oídos como un obstinado taladro.

Casi dormido, despreciando la alegría de los fuegos de artificio, no tuvo posibilidad de reaccionar. Un disparo artero le perforó el corazón. Nadie escuchó el tiro, entremezclado con el bullicio de los buscapiés, de los petardos y la música de los villancicos. 

Juan quedó tirado al lado de su banqueta, con los ojos y la boca abiertos en una mueca de espanto.

La sangre se derrochó por los adoquines formando charcos multicolores. Las luces que encendían el cielo de verdes, rojos y amarillos alumbraron su cadáver.

Un niño, asombrado por la extraña fosforescencia que venía de la fábrica, descubrió el cuerpo sin vida del guardia.

Fue la única vez que Juan brilló.

Los vecinos dijeron que fue un milagro de Navidad.

 

 

1 comentario:

  1. Es una triste historia pero realmente entre más odio tenga una persona peor son las cosas que le suceden en la vida, porque no pueden ver más alla de sus problemas, no ven las cosas lindas que tiene la vida.
    Mary Román

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