Miedo y egoismo
Siempre tuve miedo a la vejez.
Siempre tuve miedo que mi rostro de piel tersa y ojos inmensos, se frunciera en ese garabato horrible de la vejez.
Siempre tuve miedo que mis piernas largas y firmes, casi perfectas –porque así hablaban de ellas- se aflojaran como flan y cayeran como helado derretido.
Siempre tuve miedo que mi mente, inteligente y rápida, no respondiera por ella, sino que mi lengua ocupara su lugar por causa de la vejez y su decrepitud.
Siempre tuve miedo que esa enfermedad, ésa, que no me interesa ni nombrar porque no quiero que se ufane por ahí al citarla, me atacara por la espalda y me dejara como un despojo irreconocible.
Ayer me miré al espejo y escribí una carta. Supe que eso, a lo que yo tanto temía, se había instalado en mi.
¿Cuándo? ¿Por qué? Ya no quiero ni me interesa saber.
Está y aunque siempre tuve miedo, no hice nada por prevenir su llegada, su aparición. Ayer me dije que era hora de ser consecuente con mis principios.
Hoy sé que vencí a la vejez. Escucho lo que supe que iba a oír: “Era tan linda, tan joven, tan inteligente, siempre divertida, ¡Y sus piernas! Estaban todavía perfectas. Lástima que no tuvo coraje para luchar”.
Los veo, los escucho y me río a carcajadas.
Toda la vida fui egoísta. Ellos, mis amigos, me lo decían cada vez que podían, pero ahora ni se acuerdan. Sólo elogios y estupor.
Ellos no se imaginan lo bien qué estoy acá. Veo la luz, casi la acaricio, segura de haberlo logrado: nunca la decrepitud, nunca la vejez y mucho menos demostrarle a “esa puta enfermedad” que pudo ganarme la partida. Jamás.
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