martes, 4 de agosto de 2009

CEGUERA

Ceguera

 

La última vez que lo ví me cegó su imagen que  aparecía como volviendo del más allá y que yo tenía escondida en mi alma.

 

El tren pasó sin detenerse en la estación Olivos.

Por entre las ventanillas de los vagones vacíos, justo en la vereda de enfrente, vi a Hugo acercándose al andén. Lento, pausado, fiel a su estilo.

Dudé. ¿Hugo?  
Las figuras entrecortadas por las ventanillas me confundían y mi corazón empezó a latir con fuerza.

Las imágenes en mi mente también eran confusas. Besos infantiles, sonrisas cómplices, enojos tontos, miradas cautivas, risas sin porqués.

Era Hugo sin duda alguna.

¡Por Dios! Seguía tan lindo como siempre.

El tren ya había desaparecido camino a Tigre. Estábamos frente a frente, separados apenas por millones de años y las vías del ferrocarril.

El murmullo de la gente se me hizo ensordecedor.

Lo miraba fijamente, pero Hugo no me veía.

¿Estoy tan cambiada? No. Entonces, ¿por qué ni me mira?

Siempre fue distraído, pero nunca miope.

A lo lejos escuché que estaba llegando otro tren. Si era el de mi lado, no lo tomaría. Hugo tendría que verme.

Levanté enérgicamente mi brazo derecho y agité mi mano para saludarlo. Grité, “¡Hugooooooooooooooo, soy yo!”.

El sol del mediodía caía directo, sin lástima, iluminándonos como los spots a los actores en el teatro.

Hugo puso su mano sobre la frente haciendo pantalla para poder enfocar mejor. Grité nuevamente su nombre y las personas a mi alrededor me miraban como diciendo de dónde salió esta loca.

Venían convoyes de ambos lados. Hacia Retiro y hacia Tigre.

La gente se apiñó para tratar de entrar al vagón, y yo seguía mirando para el otro andén. Perdí de vista a Hugo.

Arrancaron los trenes, cada uno para su destino. Yo me quedé sola,  mirando como se alejaban. Hugo ya no estaba.

Metí la mano en mi bolsillo, saqué un pañuelo, sequé mis manos sudorosas y me senté en un banco a esperar y pensar.

Tenía mucha rabia. Me dije que era una estúpida, que había desaprovechado esta ocasión única de volver a charlar con Hugo.

El siguiente tren demoró más de 10 minutos.  Cuando subí, no había un sólo lugar donde ponerse cómoda. El calor era insoportable. La humedad se pegaba entre la ropa y el cuerpo.

Un alma piadosa me cedió un asiento.

-Hermanita, siéntese por favor.

Sonreí agradeciendo y me senté. 

Recién en ese momento me di cuenta que Hugo nunca podría haberme reconocido.

Sí, había cambiado.

A veces me olvido de mi presente, de mis hábitos monacales,  porque gracias a Dios, igual sigo siendo una mujer. ¿O no?

 

 

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